A falta de 10 minutos para la finalización del partido que Banfield ganaba 2 a 1, los insultos de los plateístas locales provocaron la reacción del técnico del Taladro, Carlos Leeb. Tras el intercambio de insultos, el DT recibió el golpe de un proyectil (se presume que un hielo) sobre uno de sus ojos. Entonces los hechos se concatenaron: Leeb tirado en el piso, atención del médico de Banfield, camilla rumbo a los vestuarios y suspensión del partido.
Casi tres semanas más tarde, un juez de paz de Avellaneda determinó que Leeb no podría ingresar a estadios de fútbol durante cinco fechas por haber incitado a la violencia. Ahora bien, ¿no fue el revés? ¿no fue que Leeb reaccionó porque desde al platea lo incitaron a él a la violencia? ¿dónde estaba ese mismo juez de paz cuando Julio César Falcioni, técnico de Independiente, se insultó del mismo modo con los plateístas de su equipo? ¿por qué no tomó entonces la misma medida que con Leeb?
No se trata en esta nota de justificar el proceder de Leeb. No se trata de dejar pasar una más ya que todo es un descalabro. No vale el “qué le hace una mancha más al tigre”. Leeb cometió un error y merece una pena. Ocurre que en un marco de total injusticia como en el que se vive, con las cosas que se ven cada fin de semana en una cancha, la medida tomada contra el entrenador de Banfield parece más una injusticia que una búsqueda por imponer justicia. Y esto es por una cuestión elemental: cuando la Justicia no es justa, cuando no tiene ecuanimidad, no es Justicia.
Barrabravas delincuentes de profesión se exhiben impúdicamente y adinerados abonados a plateas se comportan del peor modo. Ahí la vista es infinitamente más gorda de lo soportable. Si la medida que se tomó contra Leeb (independientemente de apelaciones que le permitan sortearla) es el punto de partida para que algo mejore, bienvenido sea; sino, será una nueva tomada de pelo.
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